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Con su pequeño sol y sus pequeñas sombras
el día es un mero detalle de la Noche;
ella
abierta de par en par a la totalidad sin nombre.
Hay otro movimiento
que el de las faunas y las floras
o el todavía angosto de la tierra:
o el de la Noche sin fin como el ser en persona.
Hay su silencio religioso
traducido impíamente por el silencio de los templos.
Su frescura más honda y anterior a la del alba.
Su melancolía cómplice del ser y su misterio
para quien lo llamado vida y lo llamado muerte
son nada más que el ritmo del inmortal Aliento.
La Noche con su carga de pasión y de enigma,
con su escape vertiginoso vestido de sosiego,
y su sensualidad de tan alta deviniendo espíritu
y su remota blancura bajando en ángel sobre nuestros sueños.
Con su latido y su respiro
nacen las estrellas para crecer
y menguar y morir
devoradas por sus propias compañeras de ayer,
o resucitar al tercer billón de siglos,
tal vez.
(La tiniebla cósmica es más fértil
que todos los limos de la tierra y el edén.)
Con voluntad de armonía
y hermosura,
en apasionada danza,
van por sus senderos de álgebra y de música,
escondiendo con trémulo purpúreo pudor
su secreto de estrellas
detrás de cortinas de luz.
(El terror de la luz es más insondable que el de las tinieblas.)
Silencio constelado de la Noche hecho adrede
para la develadora inmersión del alma en sí misma.
Iluminación de la Noche,
hecha menos para la vista distraída
o el pensamiento vigilante,
que dirigida al alma,
porque aunque no lo sepamos
los sideral desemboca en la ribera humana.
Oh cielo, casi domesticado
por la contemplación de galaxias de hombres
desde sus opacos caminos
con temerosa y asombrada curiosidad insomne.
¿Qué me importa que derrotando
nuestra fantasía más frenética
una estrella vecina
esté a varios años de luz viajera?
Ahí está el alma,
contagiada por las estrellas,
tendiendo a su mayor dilatación.
¿No alzaron hasta su altura el dintel de la conciencia?
Fomentaron sin hito la receptividad del hombre
y al par su vanagloria de libélula
dándole su compañía,
su populosa compañía de estrellas.
Ahí están con la voluptuosidad y santidad
de sus desnudeces supremas:
todas, desde la Vía Láctea,
madre de la blancura primera,
hasta el rojo y salvaje Aldebarán
cuya mirada al fin nos llega
a través de una ciega pesadilla
de distancias y tinieblas.
Crearon ellas la poesía de los dioses y el hombre.
Poesía austera
que apacigua nuestro tumulto
no por ensueño o somnolencia
sino por ensanchamiento sobre cualquier límite.
¿Qué sería del hombre sin vosotros, estrellas?
¡Pero que confusión en la Noche
sin los ojos estrelleros del hombre!

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