"EL PRIMER PARAÍSO, ODETTA..."
El Primer Paraíso, Odetta, era el del padre.
Había una alianza de los entidos en el hijo
-varón o mujer-
debido a la adorción de algo único.
Y el mundo, en torno,
sólo tenía un diseño, el del desierto.
En aquella luz oscura y sin fin,
en el círculo del desierto semejante a un poderoso regazo,
el niño gozaba del Paraíso.
Recuérdalo; había sólo un Padre (no había madre).
Su protección
tenía una sonrisa adulta, pero joven
y levemente irónica, como siempre tiene quien protege
al débil, al tierno -varón o mujercita.
Has estado en este Primer Paraíso
hasta hoy: y como eres mujer
nunca perderías su recuerdo ni dejarás de venerarlo.
Serás adorada, por naturaleza... Pero antes
de volver a ti, para advertirte contra los peligros
de la religión, quiero contarte la historia
de tu hermano, que tiene el mismo sexo que Dios.
También él, en tiempos en que era verdaderamente niño
(más niño aún que cuando estaba en el vientre materno
o cuando sorbió la primera leche del pecho),
vivió en ese Primer Paraíso del Padre.
El odio surgió de improviso, sin razón.
El regazo que era como un sol cubierto de nubes
dulces y fuertes, el regazo de aquel Hombre
inmenso y único en el desierto,
se convirtió en un oscuro fondo de pantalones,
se envileció, perdió la inocencia
en el recelo de no ser más que humano.
Había llegado el día
en que el puro horizonte del desierto
se pierde en un silencio y en un color menos perfecto,
y se empiezan a ver las primeras palmeras
y el primer camino aparece, mudo, entre las dunas.
Así el niño atravesó el desierto del Primer Paraíso:
que permaneció atrás, en el tiempo soñado
de una verde región surcada por filas transparentes
de álamos, o en una gran ciudad provinciana.
El niño cayó de cabeza sobre la tierra,
perdió el nombre de Lucifer y adquirió, al mismo tiempo,
el de Abel y el de Caín (esto, al menos, es válido
para algunas tierras rosadas, mediterráneas, y para éstas, verdes,
donde las monjas lo enseñan a una Odetta laica).
Estas tierras, fueron del Segundo Paraíso.
Hubo alli una madre (llamémosla adoptiva) que, en tu caso,
tuvo ticas pieles que olían a precoces primavera.
Qué terrestre, qué dulcemente terrestre,
fue su dulzura de niña pequeño-burguesa
que no desea para sí todas las queridas cosas aprendidas,
sino para ese hijito suyo que pasea,
también él perlado por la frescura de las prímulas...
Corría un río (en tu caso, el Po) en ese Paraiso:
porque la casa donde los padres "adoptivos" viven
después del matrimonio siempre está en las cercanías de un río.
Y si no de un río, del mar o de una cadena de colinas.
Los frutos crecían por sí solos, con nombres maravillosos:
manzanas, uvas, moras, ciruelas; y las flores, las inútiles flores,
no contaban menos que los frutos; también sus nombres
eran seductores: prímulas, o girasoles,
o lirios, o mugetes y hasta orquídeas, en las fiestas.
El sol, allá arriba, era por cierto un amigo,
dulcificado por la inocente idea que la madre
comunicaba a su hijo pequeño que llevaba de la mano;
y así como nacía a la mañana, moría al atardecer,
cediendo el puesto a esas estrellas que el hijo, obediente,
apenas debía ver para abandonarlas enseguida a su silencio.
¡Pero esa madre no era inocente, como él creía!
Así, el mismo odio irracional -que había nacido por sí solo,
como un fruto o una flor, en el Primer Paraíso-
nació también en el Segundo. Nuestra existencia
no es más que un insensato identificarse con la de los seres vivos
que algo inmensamente nuestro nos acerca.
Humo, pues, la madre pecadora ante el fruto
cuyo misterio resucitaba los días del Primer Padre,
¡tan anteriores a aaquellos del verde Paraíso lombardo!
Resplandeció nuevamente el sol del desierto
sobre aquella pequeña manzana, deseo de modestas existencias.
El habitual sol de cada día permanecía aparte,
aislado como en un imprevisto invierno; mientras que el otro,
estupendo, ardía: medida con la cual calcular siglos y miserias.
La madre, pues, que no era sino su propio niño,
mordió con maternal inocencia, con filial inconsciencia,
aquel fruto estival. Enseguida el segundo padre, el adoptivo
-que, ante el primero, era como el exanime
sol invernal comparado con el de los Primeros Veranos-
siguió su ejemplo, débil hombre de la tierra,
fácilmente tentado y fácilmente corrompido.
Pero también con él nos habiamos identificado:
porque como nosotros mismos no podíamos existir:
podíamos existir sólo si éramos el padre, la madre.
Pecamos con sus mismas bocas, con sus mismas manos.
Y el Primer Padre nos expulsó también del Segundo Paraíso.
¡Dos son, pues, los Paraisos que hemos perdido!
Tomados de la mano de los padres nos encaminamos por las calles del mundo.
Lucifer se distinguió de Abel y siguió su destino:
acabó en la oscuridad más negra. Abel murió,
matándose con el nombre de Caín.
En suma, no quedó más que un hijo, un solo hijo.
Después de muchos milenios hubo la primera simiente,
y otro milenio después de este acontecimiento
fue designado un Rey patrno de los hombres multiplicados.
¡Ah, cuántas ánforas coloreadas! Debimos ganarnos el pan
y esto empezó a apoderarse de nosotros, y a perdernos
en una falsa idea de nosotros mismos, en el infierno actual.
Por ese camino, pues se encamina tu hermano Pedro.
Mas ¿por qué, al exponerte esta Teoría de los Dos Paraísos,
he hablado de tu hermano Pedro, y no de ti?
Es sencillo: poruqe si no existiera su historia de hijo varón,
tu propia historia no podría compararse con nada
y ni siquiera podríamos empezar a hablar de ella.
No hubo una Lucifera, ni una Abela, ni una Caína:
tú debiste permanecer, pues, en el Primer Paraíso.
O al menos, ése es el que debieras recordar, con el verdadero Padre:
y así es, en efecto. Por eso eres infinitamente más vieja
que tu padre adoptivo, del cual estás enamorada,
que tu madre adoptiva, llamada Lucía,
que tu hermano Pedro, ejemplo de la existencia toda.
Tú, pobre niña, te has identificado con cada uno de ellos:
y no sabes que existes desde antes que ellos nacieran,
única adorada obediente al Primer Padre.
¿Qué debería valer más: tu identificación o tu ser?
Tú no sabes elegir, tierna Odetta, porque estás ciega:
así has elegido, así has vivido. Y te debates
inútilmente, perdida entre un recuerdo demasiado hermoso
y una realidad que te lleva del sueño a la locura.
Pier Paolo Pasolini
Teorema.
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Nuestra existencia
no es más que un insensato identificarse con la de los seres vivos
que algo inmensamente nuestro nos acerca.
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