18.1.07

En la casa solitaria el silencio acortinaba las paredes con musarañas y envolvía en polvo los muebles y las cosas.
Amortajado de olvido, el aparato telefónico hacía vida de ermitaño en un rincón de la estancia. Por momentos, en el brillo metálico de su pequeño sombrero niquelado, parpadeaba la vida. Síntoma de la inquietud. Nerviosidad del que espera inútilmente. Deseo de volver a escuchar las confidencias que alguien le decía al oído, para llevarlas corriendo a lo largo del hilo de cobre revestido de cinta aisladora, también estremecido de emoción.
La Muerte condenó las puertas de la casa y dejó huérfano de amistad al teléfono.
El auricular, que en vano esperaba la mano amiga, hallábase poseído de un sentimiento de desolación.
En la noche, dejábase oír entrecortada y jadeante respiración del teléfono.
Gemía débilmente:
-Rin…rin…
La perplejidad, o el miedo tal vez, hacía permanecer quietas a las cosas extraviadas entre montones de sombras.
En las horas de la mañana, un rayito de sol filtrábase por la abertura de un postigo, furtivamente. Por eso su visita era breve. Visita de médico.
El teléfono, tranquilizado por la palabra optimista del sol, cesaba en sus convulsiones y se quedaba dormido.
Su estado era cada vez más grave. Pasaba las noches en un continuo delirio, agitando incesantemente la horquilla de níquel.
La gente que vivía en los alrededores, picada de curiosidad, llamó la atención de las autoridades, de las cuales, para justificar su oficio, decidieron llevar a cabo una pesquisa en la presunta casa de Tócame Roque.
Provistos de lleves ganzúas, abrieron las puertas y se zambulleron en el silencio claustral de la finca solitaria.
El teléfono volvió a quejarse en un continuado hipo.
-Rin…rin…rin…
Y cuando el primer hombre se acercó y cogió entre sus manos la horquilla de níquel que sostiene el auricular, lanzó un grito de espanto, deshaciéndose en violentas contracciones.
El teléfono habíase agarrado a él como a una tabla de salvación y no le abandonaba la mano.
Las autoridades comprobaron que el desdichado había sido víctima de una fuerte corriente eléctrica.

"El teléfono epiléptico"
El alma de las cosas inanimadas
Enrique Gonzalez Tuñon