20.6.10

No hay duda de que para el hombre arcaico la serpiente era la Esfinge, esto es, la encarnación del misterio, del terror y de la maravilla. Sobraban motivos a fe: su cuerpo, desde luego, tan distinto al de todos los demás animales en forma y temperatura, su marcha sin patas a ras de tierra, semejante a la ondulación del río o de la llama; sus ojos sin párpados, inmutables como la eternidad; su larguísima capacidad de ayuno y de éxtasis o muerte transitoria; su don de cambiar de piel, remozándose en cada primavera; su virtud de sigilo y de penetrar en los más secretos escondrijos; el contraste entre la interminable inmovilidad de su descanso o su acecho y la rapidez de su ataque no inferior a la del rayo; la hermosura y esplendor de sus colores y, en fin, misterio primo, la distancia entre su bulto bajuno y mínimo y su poder de medirse triunfalmente con gigantes cien, trescientas veces más grandes que ella.

¿Qué mucho, pues, que en cualquier parte –India, Egipto, Persia, Judea, Europa, Méjico- y a través de millones de años, la serpiente fuese idolatrada, y que en Persia y Palestina sobornase profundamente a la primera pareja humana, y que en épocas no tan distantes Moisés tuviese que amenazar policialmente a su pueblo para desviarlo de la ofidiolatría?

¿Encantadores de serpientes? No los hubo nunca. Los así llamados fueron y son meros sacamuelas perforadas, o plagiarios de Mitrídates, dan por cobra adulta un pitón de dientes de leche… La serpiente, sí, fue encantadora de hombres, y no sin razón, justo es confesarlo: la mareante presencia de su cuerpo espléndido y frío como las joyas y que avanza en ondas como empujadas por un propio invisible viento; su silencio de niebla o luna; su virtud de acercarse sobre su presa, vibrando la lengua, para recoger las ondas del aire o tal vez para ocultar bajo ese llamativo flamear el avance infinitesimalmente lento de su cuerpo; su poder de fascinación sobre sus víctimas predilectas; su piel tatuada de signos indescifrables… ¿No aludía, mordiéndose la cola, al cero y al infinito? ¿No formaba su horizontal, oponiéndose a la vertical del hombre, el ángulo que abarcaba todas las variedades vivientes de la zoología?

Sí –pensaba Juan Tobal-, la serpiente era bella y terrible a la vez, y por eso atraía como la muerte. Era como la estatua del reposo perfecto o como un silbante relámpago sobre la hierba. Calentándose al sol, podía parecerse al cinturón de Venus o a la liga de la Pompadour, pero en el ataque se arrollaba y desenrollaba con el movimiento helicoidal de los ciclones. Era como un largo escalofrío de terror y de placer a un tiempo, o como una ringlera de anillos de pasión y perdición, o como la voluntad de poder encarnada en un músculo autónomo, o como el querer de la tierra luchando por sobrepasar su propio nivel… (Tal vez era el símbolo de los sueños inconfesables del hombre.)

No era mucho, pues, que la familia ofídica hubiera preocupado desde lo más remoto a los mayores concesionarios de la sabiduría, desde el fenicio Sanchoniathon que escribió hace treinta siglos sobre la naturaleza divina de la serpiente, hasta Salomón, que dijo que su remar sobre la piedra sólo era comparable al del águila en el aire y el del barco en el mar. Misterio antiguo, pues.

Juan Tobal había comprobado que la zoología más moderna estaba llegando casi al esclarecimiento –al menos el de un claro de luna en la noche- de ese misterio.

En primer término, en lo que hace al enigma de su forma y de su andar sin patas, podría responderse que era uno de los casos más maravillosos de adaptación al medio y a sus propias necesidades. Dado que su plato predilecto lo constituían los ratones y las ratas era ventajosísimo que no hubiera cueva o hendija por donde ellos pasaran que ella no pudiera pasarlas; y luego, tan frágil de espinazo que un golpe de caña bastaba a rompérselo, convenía esconder el bulto cosiéndolo a la tierra como los mismos felinos y caninos intentan hacerlo a veces: por todo ello las patas resultaban un estorbo y urgía jubilarlas. Es lo que hizo un día. (Algunas boas conservan aún vestigios de patas traseras.) Pero en realidad hizo otra cosa: fué caminar con la punta de las costillas, de sus cientos de costillas. Y así resultó que, mientras el llamado ciempiés era un embaucador andaluz, ya que sólo tenía algunas docenas de patitas, el verdadero ciempiés era la serpiente. ¿Qué mucho, pues, que pudiera caminar con la prisa de la centella?

En cuanto a lo del veneno –de que la serpiente no es concesionaria exclusiva- es un recurso de los tantos que la Naturaleza pone a disposición de sus hijos en la lucha por la vida: como la tela enredadora de la araña, las uñas envainadas del tigre, la actitud orante de la mantis religiosa y de los sacerdotes bárbaros, el aroma soponcial de la mofeta, la pila eléctrica del gimnoto, la diplomacia de lo gobiernos.

Ocurre que, en el reparto general de aptitudes y armas, algunas tribus de sierpes resultaron poco favorecidas: dientes pequeñísimos, ausencia de molares, mandíbula superior muy recortada. ¿Cómo podían retener su presa? La Naturaleza las ayudó a enmendar su error, ahuecando dos de sus colmillos para inyectar en la sanfre del enemigo una gota de su saliva trocada en filtro paralizante. Cierto, éste debía cortar en el acto la fuga de la víctima o no servía para nada. Así adquirió ese elixir infernal aunque para ello se precisaron millares de años. Todo lo demás vino como complemento indispensable. Los colmillos con canal, vueltos doblemente frágiles, van acostados y sólo se yerguen en el momento preciso. Un poderoso músculo esfínter retiene o suelta el veneno. Como el esgrimista contrae su cuerpo y su brazo, el animal se enrolla sobre sí mismo al agredir, no sólo para ofrecer el menor blanco al enemigo, sino para distender y recoger con la máxima velocidad un tercio del cuerpo en el ataque hacia delante y hacia abajo a estilo de estiletazo.

Un tercio de la tribu de las serpientes perdió, pues, su inocencia original… aunque no más que el hombre. La sierpe venenosa sólo ataca cuando tiene hambre y a los animalejos que pueden servirle de desayuno. En caso contrario, prefiere huir, a menos que se vea o se crea amenazada (entonces, claro es, prefiere ser martillo a ser yunque) y aún así silba, o sacude el crótalo, si lo tiene, previniendo al imprudente. No, no es ningún artista del mal si mata sólo para comer, no como el homo sapiens que aún sigue matando por soez codicia, por puro miedo o por pura miopía vanidosa.


Biografías Animales | Capítulo "La Serpiente y el Hombre" Parte II.
Luis Franco | Ed. Peuser, 1953.

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en el lugar preciso
donde ellas
van escondidas en los camalotes.
adentrarse en ellos
es necesario.
entonces.

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6.6.10

Conversaciones con Luis Franco
Carlos Penelas

CP.- Ahora que dice esto recuerdo la impresión, la sensación profunda que me causó aquello del pato y el ganso caseros que han perdido el uso de sus alas, y cuando sus hermanos salvajes les gritan desde el cielo ellos sólo pueden responder corriendo y aleteando sin poder alzar el vuelo. Sus alas ya son muñones... Creo que usted ahí ha elevado un símbolo perfecto de muchas cosas.
LF.- Sí, sí, qué advertencia para el hombre. En Nuestro padre el árbol insisto sobre el arte del vuelo vivo inventado un día por las aves. Déjeme que le lea el párrafo pertinente: "El pájaro despertó al hombre de su casi letargo y le insufló un sueño nuevo. El es el viento en persona tomando forma corpórea para proponer una nueva dimensión al álamo y demás gigantes de la familia para expresar una delicia más augusta del ser".
"Con la perfección aerodinámica de su forma y su envión de proyectil, el ave se burla de la manzana de Newton, digo de la gravitación universal. ¿Qué el árbol y la llama también tienden a lo alto? Sí, pero ninguno se desprende de la tierra. El vuelo es la materia alzándose por encima de sí misma. Se me dirá que el hombre ha puesto sus talones sobre la luna. Sí, pero lo que vuela por él es un tubo neumático en que va encarcelado. La del pájaro es la libertad con alas, la cosa grande si la hay sobre la tierra".

Conversaciones con Luis Franco
Carlos Penelas
(Ed. Fransisco Coubert y Ediciones de Poesía) / (Buenos Aires, 1978)